La opera prima de Dorian Fernández-Moris, Cementerio General (2013), busca darle un toque local a aquel cine
de terror de sujetos con cámara en mano, de found
footage, de ficción que se camufla de estética documental, tan de moda
desde hace algunos años gracias al éxito de Actividad
paranormal (2007), aunque también claramente inspirado en El proyecto de la bruja de Blair (1999).
La cinta peruana va contando los espeluznantes sucesos ocurridos a partir de un
juego de ouija, con el que una adolescente, junto con su pequeña hermana y
algunos amigos, trata de contactarse con el espíritu de su padre recién
fallecido.
Casi en su integridad,
el largometraje lo vemos a partir del punto de vista de un chico voyeur, obsesionado con llevar siempre su
cámara, y registrar todo lo que ocurre a su alrededor. Inclusive, la ropa
interior por debajo de faldas colegiales, a la manera de un fan de las panty shots, o el prominente busto
escotado de Leslie Shaw. Sea que estemos hablando de películas que encajan o no
en el género de terror, los personajes que ven su máquina de video como un
medio indispensable para enfrentar la realidad, como una prótesis esencial ante
la vida, tienen una construcción especial. Pueden ser perversos con la
representación de lo tanático, como aquellos que protagonizan Tres rostros para el miedo de Powell o El video de Benny de Haneke; ser
arriesgados con su propia vida en un afán por no dejar de mirar, como los
camarógrafos de Rec o El último exorcismo; o también ser
ávidos por captar encuentros eróticos, como los que aparecen en Cloverfield o Proyecto X.
El teenager fisgón que vemos en Cementerio
General es apenas un débil esbozo, una tenue sombra, un vago reflejo, de
algunos de los “hombres de la cámara” antes descritos. Es difícil creer que un
chico así de tembloroso y llorón, tan emocionalmente frágil en sus gestos, que
parece tenerle miedo al cuco más que un niño, pueda estar dispuesto a cargar su
cámara sin cesar, a pesar del enfrentamiento con fuerzas ocultas. Lo mismo puede
decirse de los otros personajes, que son una caricatura involuntaria y sosa de
los personajes arquetípicos de las slasher
movies ochenteras: la chica buena y pura, el gordo “lorna” y mala suerte,
la mujer voluptuosa y sexual, el adolescente musculoso y básico. Vemos actores
que apenas logran repetir mecánicamente los diálogos del guion, casi
recitándolos. Quizá por eso algunos de los pocos momentos que tienen algo de
gracia son aquellos de humor colegial, de chacota. Como aquel en que uno de los
chicos le deletrea las frases fantasmales de la ouija a otro para gastarle una
broma, o ese en que se escucha en el cementerio, de sorpresa, “Carmina Burana”
de Carl Orff, pero desde el celular de uno de los adolescentes. Y tal vez
tienen algo de gracia porque la narración de la cinta es colegial.
En efecto, cuando uno
ve toda la secuencia final de Cementerio
General, sea la mano fantasmal que emula a la que aparece en La maldición de Takashi Shimizu, o la
niña que viene del más allá a cobrar venganza, uno tiene la sensación de estar
ante la representación escolar de una fiesta de Halloween. Todo se ve postizo, escénicamente
resuelto de forma tosca y apresurada. Al comienzo señalé que la película
buscaba un “toque local”, y es porque las imágenes espectrales son tan
verosímiles como un disfraz de Azángaro.
Sin embargo, a pesar
del desmadre, hay algo que rescatar en Cementerio
General. Gran parte de la secuencia de la visita al cementerio está entre
los más logrados pasajes que uno puede encontrar en el terror de nuestro país. La cinta llega a funcionar cuando juega más a
la sugerencia, a no mostrar, a crear tensión con el fuera de campo. Lo mejor son las imágenes borrosas, agitadas,
temblorosas del metraje encontrado,
mientras los adolescentes corren y se enfrentan al cuerpo deforme, babeante y
poseído de una niña que deambula entre los vivos y los muertos.
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