viernes, 14 de marzo de 2014

Claves para entender "Post Tenebras Lux"



Se ha estrenado "Post Tenebras Lux", la polémica cinta del mexicano Carlos Reygadas, en el Ccpucp. Aquí algunos apuntes para entenderla.


“Post Tenebras Lux” (2012) del realizador mexicano Carlos Reygadas es su película más extraña, y aparenta cierto hermetismo. Por ello, exige más de un visionado y lo que recojo en este texto son algunas impresiones iniciales.


El inicio de la película es hechizante. Una niña camina entre el lodo, rodeada por perros y caballos. La cinta nos absorbe en su mundo encantado, que se siente vivo por las palabras entrecortadas y melodiosas de la pequeña, que pregunta por su madre mientras se acerca a aquellos animales. Sus pisadas de tierra mojada, y los ruidos de los animales, adquieren una armonía sonora y mágica.



Hay, por eso, una sensibilidad zen en muchas de las imágenes que recorren el largometraje. Nos recuerda aquello que el budismo denomina como la doctrina de lo “Nonato”: dejarnos conducir por hechos de la experiencia cotidiana, escuchando el cantar de un pájaro o contemplando cómo brota una flor. La película de Reygadas desde el inicio nos invita a regresar a los placeres humanos más primarios, como volver a sentir, sorprendidos, el mundo desde el vientre de la madre, sin que la razón interceda.



Ello explica también la aparición posterior de un demonio rojo, sin mayores relieves visuales, al interior de una casa, y que solo puede ser percibido por niños. La cinta nos pide colocarnos en eso que Jean-Louis Baudry denominaba “regresión artificial”: aquel estado del espectador de cine que activa en él un deseo inconsciente de regresar a una etapa del desarrollo psíquico anterior a la formación del ego, en la que el divisionismo “yo/otro” o “interno/externo” aún no ha sido lo suficientemente estructurado. “Post Tenebras Lux”, en ese sentido, solicita, más que explicaciones, que nos dejemos atrapar por sus imágenes, que muestran la naturaleza como un bosque brumoso, que parece extraído de alguna fantasía mítica. 



LO SIMBÓLICO/LO SEMIÓTICO

Julia Kristeva señaló en “La revolución del lenguaje poético” que el proceso de significación oscila entre “lo simbólico” y “lo semiótico”. Mientras que “lo simbólico” es la dimensión del lenguaje, del sentido; “lo semiótico”, para la intelectual búlgara, se asocia con lo que no significa, con el sinsentido, pero sobre todo con lo materno, con una etapa en la que el recién nacido se siente fusionado con el cuerpo de su madre y no capta divisiones entre lo masculino y lo femenino.


En “Post tenebras lux”, “lo simbólico” está próximo a lo masculino o patriarcal. Ello se refleja en personajes como Juan, el esposo que a pesar de estar en una relación de pareja disfuncional, cree que ésta debe mantenerse en nombre de los hijos y la institución familiar; en el hombre que hirió a Juan con el disparo de su pistola, y busca quitarle la vida a éste para que no lo señale como autor de dicho crimen; o en los jóvenes que juegan Rugby y pretenden ganar la partida. El terreno de “lo simbólico” es el de la estrategia, la lógica, la razón.



A diferencia, “lo semiótico” se acerca a lo femenino o matrístico, representado de forma acuosa, como si los personajes femeninos o infantiles jugaran con un líquido amniótico: la niña que camina sobre la tierra húmeda mientras pronuncia mamá, o la mujer que acude al sauna.



En la extraordinaria secuencia del sauna, dicho personaje, llamado Natalia, parece estar sumergido en un trance onírico. Deambula apenas tapada con una toalla, a través de salas con cuerpos jóvenes y envejecidos, esbeltos y deformes. Aparecen como anatomías de mirada gélida y postura quieta, como en una fotografía de Helmut Newton, ubicadas en espacios con nombres de artistas o filósofos (Duchamp, Hegel). De pronto, la mujer es elegida por dos hombres para ser fornicada. Se echa y apoya su cabeza sobre la pierna de una señora vieja y de senos robustos, mientras un hombre, casi en silencio, la penetra. Aquella mujer de edad avanzada le habla maternalmente a Natalia, le dice que ha sido elegida para el encuentro sexual por la juventud y belleza de su cuerpo. El erotismo de este fragmento de la película, por su aire surreal, su sensualidad animal, su clima enrarecido, nos conduce también hacia “lo semiótico”: la humedad que recorre el cuerpo de Natalia mientras es cogida, con su cabeza próxima al seno de la fémina madura, casi en posición lactante.



El personaje de Natalia aparece en otra formidable escena: en la que interpreta la canción “It’s a dream” de Neil Young en un piano y con una voz melancólica y funeral. “Post Tenebras Lux” nos coloca cerca de la emoción matrística de “lo semiótico” y nos aleja de la insensibilidad patriarcal de “lo simbólico” (palpable, por ejemplo, en la salvaje golpiza que Juan, su esposo, le da a un can en una de las primeras escenas de la película).





EL CAMINO ZEN 

Por ello, tanto Juan como el hombre que le disparó, dos emblemas de “lo simbólico” en la película, “mueren” abrazando “lo semiótico”. El primero, en la última escena en que aparece, dice que despertó amando todo: los ruidos a su alrededor, la música que escucha en los exteriores de su casa o el resplandor al nacer el día. Su ingreso a “lo semiótico” se manifiesta apreciando el mundo de una forma “zen”. El segundo personaje, al igual que Juan, deja a su esposa con sus hijos una vez que sabe que no necesitará arrebatarle la vida a quien baleó. En una zona de pasto y alejada, se arranca la cabeza. Aquello representa la muerte de la razón, mientras su cuerpo es mojado por otra figura líquida y por lo tanto (en el sentido que ya se ha explicado) matrística: la lluvia. 


El Zen, precisamente, busca que el ser humano se libere de las irrupciones intelectuales conscientes, para alejarse así de emociones perturbadoras. La muerte “simbólica” de aquel hombre, desprendiéndose de su cabeza, recuerda un verso de Bunan, maestro zen del siglo XVII, que dice: “Mientras vivas sé un hombre muerto”.



“Post tenebras lux” termina con una secuencia que muestra nuevamente a los jóvenes del partido de Rugby. De esta forma, se revela la permanencia de “lo simbólico” en el mundo de la película, lo que queda como una clausura abrupta, tosca, poco convincente. La cinta se fue hilvanando de tal manera que nos hacía presagiar el clímax de “lo semiótico”.

martes, 4 de marzo de 2014

Lo que el Oscar olvidó



Salvo algunos reconocimientos a importantes directores o películas (pienso en Clint Eastwood y películas como Los imperdonables o Golpes del destino), y por supuesto a algunos actores (la reciente premiación a la Cate Blanchett de Jasmine es indiscutiblemente justa) a lo largo de su historia, lo más grandioso del Oscar suele ser aquello que margina, arrincona u olvida. En ello se encuentra el cine en su estado más fascinante y mágico.

Impresiona, aunque por supuesto ya no sorprende, que ninguneen en sus premios las virtudes de una cinta como El lobo de Wall Street, construida por Martin Scorsese como una desenfrenada y carnavalesca montaña rusa para contar esa historia que al director de Toro Salvaje le gusta tanto: la del hombre que llega a la cúspide, al cielo, a la gloria, para finalmente caer estrepitosamente y sentirse nuevamente un ser terrenal, como una bestia herida.

Desconcierta, también, que no se haya sabido valorar la enérgica y vibrante actuación de Leonardo DiCaprio, llena de matices y de una verosimilitud fascinante en todos los estadios del personaje de Jordan Belfort: en sus ascensos y en sus caídas. Tampoco se ha sabido apreciar la formidable performance de Jonah Hill, que elabora con gran soltura a su personaje, tan mundano como bufonesco.  

Es que el Oscar aún sigue siendo un medio de reconocimiento a asuntos temáticos, a aquellas películas que, como complemento a los valores de producción, recalcan historias en las cuales el ser humano encuentra un mensaje aleccionador en medio de la realidad más terrible. Si bien El lobo de Wall Street muestra en su final a un Jordan Belfort “renacido”, lo hace de forma seca, casi distante. Para el Oscar, películas como 12 años de esclavitud o Gravedad son obras en las cuales la idea del ser humano que logra reencontrarse consigo mismo después de escapar del infierno está mucho más acentuada. Pero El lobo de Wall Street, a diferencia, expone un desborde de la maestría cinematográfica más auténtica y pura (sin restarle méritos a ambas cintas, que los tienen).

Philomena es una excelente película, en la que Stephen Frears contrasta con sutil humor negro las palabras cruzadas entre un periodista ateo y flemático y una mujer creyente e ingenua. Su narración serena termina expresando una visión feroz y descarnada de la religión. Pero fue otra gran olvidada por la Academia, al igual que The act of killing de Joshua Oppenheimer, uno de los experimentos cinematográficos más inquietantes de los últimos años, que demuestra que jugar a la ficción a partir del documental puede ser una ceremonia catártica.


Pero lo peor del último Oscar fue la omisión de películas como El año pasado en Marienbad, Hiroshima, mon amour o Muriel. Lo más bochornoso fue que se olvidarán de la muerte de Alain Resnais, aquel director que hizo de la memoria, del acto de recordar, uno de los insumos para un cine hipnótico y entrañable. 


lunes, 3 de marzo de 2014

Cine e Inteligencia Artificial: entre la razón y la pasión



A propósito del estreno de la película “Her” de Spike Jonze, ganadora de un Oscar, revisamos aquellas cintas en las cuales se muestran seres de inteligencia artificial con la capacidad de razonar e incluso amar. Esta es la versión "uncut" de un texto publicado ayer en el suplemento "El dominical" del diario "El comercio" titulado "Enamorados de las máquinas".


La Inteligencia Artificial abarca el sueño de ir creando no solo seres tecnológicos que razonen como nosotros, los humanos, sino que además puedan tener sentimientos, emociones, afectos.  Y el cine desde sus inicios ha sido espejo de esa fantasía que hoy parece empezar a llegar a niveles insospechados, incluso en nuestras tabletas o smartphones que nos “hablan” como compañeros inseparables de nuestra vida. En Metrópolis (1927) de Fritz Lang, un científico crea una réplica robótica de una mujer que podría iniciar la sublevación de unos obreros explotados vilmente. Dicha creación se ve y habla como ella, pero es usada contra los intereses de aquellos trabajadores a los que dicha lideresa defiende. Frankenstein (1931) de James Whale, relata la conocida historia del doctor que, con pedazos de distintos cadáveres, crea una nuevo ser humanoide.

Ambos hombres de ciencia juegan a ser dioses, y ese desafío sacrílego termina con la quema de sus criaturas, lo que recuerda las hogueras de la Inquisición. El cine, en ese sentido, ha concentrado la visión de una humanidad temerosa de su capacidad para crear nuevas formas de vida. La robot de Metrópolis es el antecedente de otras películas en las cuales la aparición de tecnologías inteligentes forma parte de un conflicto de poder, como sucede en Alphaville (1965) de Jean-Luc Godard, en la que un doctor manipula una ciudad a través de un sistema de Inteligencia Artificial llamado Alpha 60, de voz fría y mecánica, y que contrasta con la del personaje de Anna Karina, quien humanamente recita versos de Paul Eluard. Algo similar ocurre con la computadora HAL 9000 de 2001, Odisea del espacio (1968) de Stanley Kubrick, que se rebela ante la posibilidad de que los ocupantes de la nave Discovery lo desconecten.

EL AMOR Y LAS MÁQUINAS
Sin embargo, HAL 9000, a pesar que lucha por su supervivencia, se presenta con una voz puramente lógica y racional. Más bien, en una serie de cintas de sensibilidad cyberpunk de inicios de los ochenta aparecen personajes “tecnológicos” que se muestran más emocionales. En Blade Runner (1982) de Ridley Scott aparecen los llamados “replicantes”, unos seres artificiales de conducta y apariencia humanas que luchan por su libertad y reflexionan sobre sus propias condiciones de vida. Aquella escena en la cual el protagonista interpretado por Harrison Ford está a punto de caer desde lo alto de un edificio, muestra al replicante encarnado por Rutger Hauer salvándole la vida, expresando a la vez fascinación por ella.

Una de las secuencias más emotivas de Blade Runner es aquella en la cual el personaje de Ford escucha una hermosa interpretación de piano de la replicante Rachael (Sean Young), ante lo cual no puede resistir besar sus labios, y ella expresa deseo por él mientras lo mira. Sin embargo, Videodrome (1983) expone una sensibilidad maquinal que llega a niveles de erotismo duro. En una escena, Max Renn (James Woods), dueño de un canal de televisión que padece de estados alucinatorios, ve en la pantalla de su TV los labios de una irresistible mujer. Así, el aparato se inflama, notándose en su superficie venas similares a las humanas, y jadea con la voz de aquella fémina.


Por ello, el cine encuentra en estos seres tecnológicos de reacciones humanas medios de placer, que es lo que sucede con el “Gigolo Joe” (Jude Law) de Inteligencia Artificial (2001) de Steven Spielberg, un robot dedicado a la prostitución y que es capaz de complacer de manera formidable a sus clientas. Por su parte, David, el niño humanoide interpretado por Haley Joel Osment, está más próximo a la visión de los replicantes de Blade Runner: un ser que muestra la capacidad de expresar emociones aún más poderosas que las de los propios humanos, iniciando una viaje  de cuento de hadas para reencontrarse con aquella madre que alguna vez lo adoptó como reemplazo de un hijo que perdió.

ROMANCES DE BOLSILLO
En ese sentido, Her (2013) de Spike Jonze, a diferencia, es la película que está más cerca de aquella visión de una tecnología “inteligente” y “portátil” que experimentamos hoy en día con los iPhones y otros aparatos semejantes. Theodore (Joaquin Phoenix), después de sufrir la ruptura de una larga relación amorosa, adquiere un sistema operativo que se convierte en su nueva compañía: se llama Samantha, le habla con la voz sensual de Scarlett Johansson, y llega a desarrollar emociones, hasta el punto de enamorarse de él.


Esa calidez en la relación que existe entre Theodore y Samantha se ve reflejada en esa dirección artística de colores vivos, con un protagonista de bigote de otra época y gafas vintage. La película está marcada por una acabado visual hipster, pero que plasma con tierno entusiasmo el romance entre el protagonista y su “máquina”, como en aquella escena en que él la pasea juguetonamente en el bolsillo de su camisa, al interior de un metro. Aunque, en un final poco convincente, se reivindican las relaciones entre humanos y se muestra a aquel sistema operativo casi de forma tan riesgosa o amenazante como un Alpha 60 o un HAL 9000.