jueves, 24 de abril de 2014

¿Esta es la cara del diablo?




Cuando uno ve La cara del diablo (2014) de Frank Pérez Garland, siente que es una película extraviada en el tiempo. Su relato de adolescentes sumergidos en un territorio desconocido y natural, en el que se enfrentan a fuerzas que arrebatan salvajemente sus vidas, por medio de imágenes de una descarnada violencia gráfica, nos recuerda aquellas slasher movies de los años ochenta que eran derivados del éxito comercial de Viernes 13; a su vez, inspirada en clásicos como Psicosis de Alfred Hitchcock, Bahía de sangre de Mario Bava o Halloween de John Carpenter.

La película peruana, a pesar que juega con insumos locales y folclóricos, como la figura del Tunche, un personaje mitológico de la Selva que asume diversas formas y lanza un silbido de augurios trágicos, no pasa de ser un remedo, casi una clonación, de todos los clichés de aquellas películas de serial killers que tuvieron su apogeo hace más de tres décadas. La cara del diablo es una película que resulta ajena a todo lo ocurrido dentro del género en los años siguientes: los juegos metalingüísticos de Scream o La cabaña del terror, las resonancias góticas del J-horror, la estética mockumentary de El proyecto de la bruja de Blair o Actividad Paranormal o la “pornografía” de la tortura de El juego del miedo u Hostal.

Así, lo que vemos desfilar en la pantalla son aquellas convenciones ya referidas: el grupo de muchachos cachondos que van de aventura lejos del mundo urbano, el personaje misterioso y excéntrico que advierte de los peligros a los que se enfrentarán, las escenas de sexo como preámbulo a la llegada de una muerte brutal, o el surgimiento de una heroína virgen con los poderes para enfrentarse al mal. Muchos han criticado en numerosas slasher ochenteras no sólo sus historias mecánicas y predecibles, sino también sus personajes simples y básicos. Pero a La cara del diablo se le pasó la mano, y mucho.  


La mayor parte de los actores de la película parecen no tener idea de a qué clase de personaje encarnan. Es decir, sus interpretaciones son tan unigestuales, sus diálogos son pronunciados de forma tan monocorde, su presencia en el campo visual es tan decorativa (no son más que imágenes arquetípicas del subgénero en cuestión: el chico fornido y simplón, la joven seductora y de grandes tetas, el amigo gordito y bufón, etc.), que los personajes parecen brillar casi por su ausencia. Sin embargo, hay numerosas cintas de terror que a lo largo de la historia se han convertido en clásicos a pesar de no caracterizarse precisamente por exhibir grandes actuaciones, como White Zombie de Victor Halperin o Suspiria de Dario Argento. Son filmes que, más allá de esas falencias, han estado dotados de una atmósfera hechizante, o de una visión alucinada de la muerte.


¿Pero de qué está dotada La cara del diablo? Pues de nada. Es una película sin atmósfera, sin visión, sin alma. Los silbidos del Tunche no inquietan, el miedo de los personajes se representa en jump cuts efectistas, las muertes se resuelven de forma mecánica y chapucera (las que se dan en el río nos hacen extrañar aquellas impresionantes escenas acuáticas que aparecen en Creepshow de George A. Romero), y las secuencias de la madre exorcizada de la protagonista son postizas y rayan en lo ininteligible. El misterio del Kharisiri y Jarjacha, el demonio del incesto, a pesar de sus incontables problemas narrativos, tenían algunas escenas logradas; Cementerio general, siendo el desastre que es, posee aquella buena secuencia de los colegiales escapando de una niña, poseída por un espíritu invocado a través de la ouija; El vientre transmite el horror por medio de un voyerismo que cruza espacios tan anticuados como ominosos. En el cine peruano de las últimas dos décadas, mal que bien, hay un entusiasmo por el terror, pero que en realidad no se siente en La cara del diablo. Lo único que se percibe en este largometraje es, por el contrario, una mercenaria subestimación del género. 

viernes, 18 de abril de 2014

Hoy es el cumpleaños de James Woods



Los personajes de James Woods suelen ingresar a mundos marginales y sórdidos, dejándose envolver por las sombras del mal. Es común haberlo visto en papeles secundarios, a través de filmes como Érase una vez en América (1984) de Sergio Leone o Casino (1995) de Martin Scorsese. Ambas cintas exhibían la gestualidad explosiva y casi animal de actores como Robert De Niro o Joe Pesci, razón por la cual la presencia de Woods en aquellos filmes quizá no sea tan recordada por muchos.

Por ello, los papeles más memorables de Woods están en otras películas, menos populares o asociadas al cine de culto. En Videodrome (1983) de David Cronenberg, Woods era el dueño de un canal de TV con programas pornográficos que termina siendo víctima de señales electrónicas adictivas y alucinógenas; en Salvador (1984) de Oliver Stone es un periodista que se enamora de una mujer en un país centroamericano bañado en sangre por una guerra civil; en Vampiros (1998) de John Carpenter, es el duro y socarrón líder de una banda dedicada a la caza de criaturas chupasangre; en Otro día en el paraíso (1998) de Larry Clark, es un paternal sujeto inmerso en problemas de robo y tráfico de drogas.

A pesar de ser filmes de géneros y estilos diversos, muestran a un James Woods de inolvidable mirada sarcástica, que escupe un verbo crudo, de humor negro, mientras sus manos podrían llegar a estar ávidas por destruir algún ser, humano o no, con violencia estridente y seca. Sin embargo, terminaremos viendo, al final, a un Woods de encantadora sonrisa malévola. Si descendiéramos al infierno con alguno de los personajes más queridos de Woods, nos imaginamos que sería el viaje más divertido de nuestras vidas.  


miércoles, 16 de abril de 2014

Los viajes a oscuras en “Terciopelo azul”



A casi treinta años de su primera aparición en salas de cine, “Terciopelo azul” se reestrenó en UVK Larcomar. El cuarto largometraje de David Lynch es un relato sobre la pérdida de la inocencia; aunque, contado con imágenes que parecen emerger de un sueño ingenuo e infantil, que se va pervirtiendo hasta convertirse en una pesadilla feroz y grotesca.

El inicio de “Terciopelo azul” resume esa enrarecida sensibilidad que recorre el filme. Encuadres candorosos de rosas al costado de un cerco, de un bombero de sonrisa cálida que saluda desde su vehículo, o de unos niños cruzando la pista, abren paso a la visión de un hombre regando su jardín que sufre un ataque, cayendo con su manguera mientras un perro juega con el agua que brota. La dulce melodía de la canción “Blue Velvet” de Bobby Vinton muta en un sonido grave y tenebroso, mientras la película nos hace descender hacia una oreja cercenada sobre un jardín. Al interior de ella, se ven unos insectos que escarban la tierra.

Indudablemente, los primeros minutos de “Terciopelo azul” reflejan lo que se revelará tras aquellas imágenes idílicas y luminosas: un submundo de criaturas que exploran sus pulsiones más oscuras. Sin embargo, aquella oreja es encontrada por Jeffrey Beaumont (Kyle Maclachlan), un joven de apariencia formal y pueril, quien más que un viaje para descubrir un mundo gangsteril y oculto, inicia un tránsito hacia otro, que anida en su inconsciente.  

Jeffrey quiere jugar a ser policía e investigar por su cuenta a quién pertenece esa oreja. La secuencia inicial de la película, como ya se indicó, muestra un encuadre que ingresa al interior de una oreja. En efecto, por medio del sentido auditivo, es que el protagonista se aloja en las profundidades de su mente. La canción “Blue velvet”, interpretada por Dorothy Vallens (Isabella Rossellini) con un glamour sombrío y decadente, augura ante los oídos del personaje de Maclachlan su conversión en personaje órfico, en hombre que descenderá pero a los infiernos más interiores, para encontrarse con una mujer muerta en vida. Por ello, cuando inicia esa aventura voyeur y sadomasoquista con la cantante, sus sueños, que recogen las imágenes del cuerpo desnudo de ella, pidiéndole que la golpee, intercalan encuadres de un fuego potente que inunda el campo visual.

Jeffrey comenta con Sandy (Laura Dern), sorprendido ante sus macabros descubrimientos, lo extraño y maligno que es el mundo. Ambos personajes, de aire modoso e infantil, van aprendiendo poco a poco los senderos más retorcidos de la adultez. No obstante, el personaje principal lo hará de la mano de su “madre”, una Dorothy Vallens que, después de ser espiada, con sórdida ternura, le susurra en la intimidad que es un “chico malo”. Ella, casi a gritos, le solicita que la golpee, y, después de tener sexo con él, afirma: “tengo tu enfermedad dentro de mí”. No es casualidad que en una de las escenas del filme, Mike, el ex novio de Sandy, al ver a la cantante interpretada por Rossellini desnuda y herida en la  calle, le diga a Jeffrey: “¿quién es ella? ¿tu madre?”.

EL OTRO PADRE
Si en el radiante pueblo de Lumberton, de apariencia retro y naif, el padre de Jeffrey Beaumont es aquel hombre que sufrió un ataque mientras regaba su jardín; en el mundo insano y clandestino en el que ingresa el protagonista, Frank Booth (Dennis Hopper) es quien toma la posta paternal de aquel hombre que terminó postrado en una cama. La primera vez que Jeffrey encuentra a su nuevo “papá” es mientras se encuentra escondido en el closet de Dorothy.

El joven personaje, como si fuera un niño que observa por primera vez cómo sus padres mantienen relaciones sexuales (lo que los psicoanalistas llaman la “escena primaria”), ve y escucha cómo Frank, con voz agresiva, le ordena a Dorothy que le diga “papá”. No obstante, mientras el “villano” la golpea, aspira droga desde una mascarilla e introduce con fuerza su puño entre las piernas de ella, encarna la fantasía incestuosa que posteriormente realizará Jeffrey. Booth le dice a Dorothy, con desquiciada voz de infante, “Baby wants to fuck”.


El protagonista de “Terciopelo azul” asume un aprendizaje violento de su sexualidad gracias a quienes son sus padres en otra dimensión, oscura y perversa (por ello, en más de una escena, Frank asevera: “It’s dark”). En ese sentido, otra canción es la que también da sentido a ese viaje hacia la oreja cortada que aparece al comienzo de la cinta: el tema de Roy Orbison, que refleja muy bien lo que sucede finalmente entre Beaumont y Booth: “In dreams I walk with you”.

Jeffrey decide tomar la ruta más peligrosa para conocer el sexo. Un recorrido en el que incluso, quien “canta” la canción “In dreams”, es un hombre maquillado femeninamente; un tránsito en el que, además, Frank Booth llega  a pintarse con lápiz labial para besar en la boca al protagonista, después de un desplazamiento nocturno en la carretera. El personaje principal de “Terciopelo azul”, así, se muestra sometido, sin que lo pueda controlar, a un romance con su lado oscuro. Por ello, el mafioso interpretado por Hopper le dice: “Yo soy como tú”. La “enfermedad” que Dorothy asegura haber recibido del sexo de Jeffrey está proyectada en Frank Booth.

LA OSCURIDAD ANIMAL
Por eso, Frank vive dentro de Jeffrey y no fuera de él. El viaje en carretera del protagonista, dirigido por su “padre”, es un viaje espiritual, al igual que el del personaje de Bill Pullman en Carretera perdida o el de Naomi Watts en El camino de los sueños, que los lleva a asumir nuevas formas de ser, a habitar mundos paralelos. Una vez que el joven encarnado por Maclachlan realiza un “parricidio” al quitarle la vida a Booth, vemos, hacia el final de la película, un encuadre que “surge” en la oreja de Beaumont y se aleja de él.

El “retorno” a Lumberton no es más que un cándido “happy end” en el que Jeffrey se reencuentra con su “primer” padre, en medio de un día soleado, de los relajantes sonidos de unos pájaros, y con música new age de fondo. Sin embargo, Sandy observa un pájaro que serenamente lleva un insecto en su pico para comerlo. Ante ello, le dice a Jeffrey que “este es un mundo extraño”. En este clásico de David Lynch, la luz es el terciopelo que esconde la oscuridad más animal.