lunes, 30 de septiembre de 2013

El mito del cine independiente peruano



El martes 10 de setiembre participé en un debate, organizado por el cineclub P-19, ubicado en el local de la Ajep (Asociación de Jóvenes Españoles del Perú), en el que se tenía que responder a la siguiente pregunta: ¿existe el cine independiente peruano? En el número 7 de “Ventana Indiscreta”, la revista de cine que edito, se trató ese tema en extenso. Por ello, y tomando en cuenta que hay dos definiciones típicas de lo independiente (aquel cine hecho fuera de una industria cinematográfica, o ese cine que toma distancia de una narrativa canónica, que caracteriza al grueso de las producciones hollywoodenses), recabé algunos datos de esa edición para resolver la interrogante:

-    La dependencia económica no va necesariamente en contra de la independencia expresiva. Akira Kurosawa trabajó para la Toho Film, la gran compañía japonesa. Ingmar Bergman, por su parte, hizo lo mismo para una importante empresa cinematográfica de su país: la Svensk Filmindustri. Directores tan personales como Coppola, De Palma, Allen o Scorsese formaron parte del “Nuevo Hollywood”. Y otro tanto podríamos decir de realizadores como Tim Burton o Christopher Nolan, que poseen un universo muy singular en obras situadas en el corazón de la gran industria norteamericana.

-    El bajo presupuesto no necesariamente es una característica del cine independiente. Las películas de escaso presupuesto formaron parte del sistema de producción hollywoodense entre los años treinta y cincuenta, a raíz de la “Gran Depresión”. Una producción hollywoodense de la RKO como la cinta de horror “La mujer pantera” (1942) de Jacques Tourneur es tan “serie B” como “Detour” (1945), aquel clásico del cine negro, dirigido por Edgar G. Ulmer, de la productora independiente PRC. Que en el Perú se haga un cine de mínimos recursos en lo absoluto sería algo que le dé el carácter de independiente. Pero, además, si apreciamos los valores de producción que tiene una cinta tildada de “independiente” como “El cisne negro” (2010) de Darren Aronofsky, con su presupuesto aproximado de 13 millones de dólares, pues nos daremos cuenta que el cine usualmente referido como indie no necesariamente implica una economía limitada.   



-    La idea de un cine independiente sólo es clara en Estados Unidos de Norteamérica. Si existe un estudio cinematográfico que trabaje fuera de Hollywood, pues puede ser considerado independiente. Pero esa es una figura que en nuestro país no existe. El Perú no tiene una industria cinematográfica. Ni siquiera un organismo sólido que haya asegurado de la forma debida la entrega de premios a una serie de proyectos de películas. Pero, además, retomando el punto anterior, el hecho de recibir alguna clase de apoyo económico por parte del Estado tampoco va en contra de una independencia expresiva. El cine de Claudia Llosa o Héctor Gálvez es tan “expresivamente independiente” como el de Rafael Arévalo o Juan Daniel Molero. Parte del cine de Armando Robles Godoy, un personaje tan emblemático del cine de autor en el Perú, estuvo sustentado económicamente por el empresario Bernardo Batievsky (a propósito de ello, pueden revisar el interesante documental que realizó Andrea Franco, su nieta, sobre él, llamado “Cuéntame de Bia”).  Recordemos, por cierto, que hay un cine experimental norteamericano y canadiense que recibe apoyo estatal.

-    Expresivamente, hablar de un cine independiente es inútil en el caso de nuestro país. La expresión “cine independiente” se emplea de forma tan arbitraria y antojadiza que resulta elástica, aplicable a casi cualquier cosa. Por ello, si de lo que se trata es de hablar de un cine que se aleja de un modelo narrativo clásico, pues podemos aplicar otros conceptos, que son mucho más claros y precisos. Podemos hablar de un “cine moderno” para señalar películas en las cuales se quiebran las convenciones de una narrativa tradicional, a través de tiempos muertos, actuaciones desdramatizadas, finales abiertos, trazos minimalistas etc. Pero esos son rasgos que podemos encontrar en películas peruanas que pueden haber recibido o no algún dinero del Estado. Tanto “El ordenador” de Omar Forero como el “El limpiador” de Adrián Saba (la primera, a diferencia de la segunda, no concursó por premios ofrecidos por el Estado) encajan dentro de los patrones de un cine moderno, por dar dos ejemplos puntuales.

“El espacio entre las cosas” de Raúl del Busto también es una película que obtuvo un premio de distribución por parte del Ministerio de Cultura, el año pasado. Y es una cinta de rasgos experimentales que muestra una absoluta independencia expresiva, al debilitar cualquier componente narrativo. Si bien posee una voz en off  que cuenta la historia de un policía inmerso en el mundo del budismo zen, las imágenes se encadenan a la manera de un sueño, de un modo no lineal o plasmando en tiempo presente lo que dicha voz describió en momentos previos. Lástima que después de 20 o 30 minutos el trip cinematográfico que se anunciaba vaya desinflándose. El largometraje, al final, muestra una menor consistencia que los firmes globos de feria que aparecen al inicio. La fuerza expresiva de sus primeras imágenes, de aire místico y alucinatorio, se va perdiendo porque “El espacio entre las cosas” no cuaja un estilo uniforme. Combina, después de ciertos toques “trascendentales”, imágenes de una tribu, discursos sobre el yoga y música rock sin ton ni son.


Por ello, hablar de lo “independiente” en el cine peruano es una mera etiqueta, insustancial y gaseosa. Apenas es una expresión que sirve, por ejemplo, de bandera para ciertos festivales de cine en la región, pero que solo es útil para referir un cine “distinto del mainstream” de un modo muy vago y general. Si de lo que se trata es que la palabra “independiente” diga algo sobre las formas estéticas o de producción de películas peruanas, no llegaremos a ninguna parte. Tal vez a una conclusión tan simple e intrascendente como esta: prácticamente todo aquel cine que se haga fuera de Hollywood, en cualquier parte del mundo, sería independiente.  

miércoles, 4 de septiembre de 2013

El conjuro: un horror de otros tiempos




James Wan, el realizador de ascendencia malaya, está familiarizado con el horror y sus extremos. En Juego macabro nos somete a visiones casi pornográficas de la tortura. La noche del demonio, por su parte, se aleja de las imágenes sádicas de la saga Saw, para introducirnos en territorios espectrales.

El conjuro, su última cinta, recoge tanto la crudeza como el animismo que habíamos apreciado en sus largometrajes anteriores. Basada en un caso de la vida real, la película muestra a los Warren (Patrick Wilson y Vera Farmiga), una pareja de esposos dedicados a la investigación de fenómenos paranormales, que deciden ayudar a una familia en apuros por el espíritu de una bruja que habita su casa.

El horror en la película recorre casi todos los sentidos: los personajes lo ven en esa muñeca de superficies desgastadas y sonrisa diabólica, hermanada con el Jigsaw de Juego Macabro o el títere de Dead silence; lo huelen en el viento, que esparce un olor sepulcral; lo escuchan en esas puertas que se abren y crujen lentamente; lo sienten en la piel, como una fuerza invisible que lacera el cuerpo, dejando moretones.

El largometraje de Wan nos absorbe en su mundo embrujado, de pasajes tenebrosos y viejas cajas musicales, porque aquella fuerza maligna que aqueja a una familia invade no solo los ruidos de su hogar, sino también sus visiones, su tacto y hasta el aire que respiran. El conjuro muestra un mal omnipresente, pero que a la vez, como ocurría en La noche del demonio, pervierte la inocencia infantil, la oscurece. Aparece de forma escalofriante, aplaudiendo como lo hacen los niños mientras juegan a las escondidas, o asoma en esos encuadres de vuelo fantasmal, que rodean aquellos inmensos árboles que parecen salidos de un cuento de hadas.    

El conjuro tiene una dimensión violenta, por momentos salvaje, con esos personajes que se elevan y caen velozmente, o sangran desde las entrañas; o que se encuentran turbados ante pájaros que, como los de Hitchcock, se estrellan brutalmente contra las ventanas. Pero, en esencia, el horror de este filme es como venido de otra época. Está más cerca de la sensorialidad gótica de los clásicos del género de la Universal o de la Hammer que del terror explícito de un Craven o un Raimi. En una escena, la clarividente que interpreta Vera Farmiga ve el reflejo de su hija, como convertida en una extraña criatura marina, pidiendo ayuda entre las aguas que rodean el hogar de los Perron. Es una visión alucinatoria claramente inspirada en el inquietante cuadro del siglo XIX Ofelia de John Everett Millais.

Si bien el final de El conjuro tiene una resolución apresurada, fácil y predecible, queda en la memoria por sus imágenes y sonidos poderosos, que aterrorizan con la magia lúgubre de tiempos perdidos.      

domingo, 1 de septiembre de 2013

Apuntes sobre la animación "de autor"


 
Esta es una revisión de la animación "de autor", que incluye a directores que van desde Léger hasta Burton o Lynch.
 
Aunque muchos no lo crean, la animación como medio para canalizar una visión personal del mundo tuvo esa condición  desde las primeras décadas del cine, y a través de una infinidad de películas  de diversas partes del mundo.

Hay que recordar primero algunos filmes abstractos. Fueron muchos artistas plásticos reconocidos quienes estuvieron inmersos en este tipo de creaciones. Así tenemos películas como la alemana Opus I (1921) de Walter Ruttman, que amalgama figuras curvas y triangulares que danzan en búsqueda de una armonía en incesante movimiento; Ballet mecanique (1924) de Fernand Léger, una cinta de hipnotismo maquinal, un engranaje cadencioso de imágenes de figuras básicas y de zonas anatómicas de hombres y animales; o Sinfonía diagonal (1925) del pintor dadaísta Viking Eggeling, con elementos icónicos que aparecen y desaparecen al entrar en contacto secuencial, todo un alarde magistral del empleo del tempo en la animación. Años después, ya con el uso del color y los avances técnicos del cine, Composition in blue (1936) de Oskar Fischinger o Colour box (1935) de Len Lye, siguieron esa línea de la animación.   

Más allá del célebre Léger, y mucho antes que la exitosa Las trillizas de Belleville de Sylvain Chomet, el cine francés ha contado a lo largo de su historia con verdaderos autores de la animación. El artista plástico de origen ruso Alexandre Alexeieff hizo en el país de aquel pintor, allá por el año de 1932, Une nuit sur le Mont Chavre, una cinta hecha con alfileres que daban vida a un mundo fantasmal y alucinatorio, con simios convirtiéndose en aves o unos molinos de viento de los que, de pronto, empiezan a brotar manos. Asimismo, tenemos a Paul Grimault, uno de los grandes referentes del estilo de Hayao Miyazaki, que creó una película clásica como Le Roi et L’oiseau (1980) y a René Laloux, autor de filmes sin parangón como La planéte sauvage (1973) y Gandahar (1988), signados por trazos de turbadora sensualidad, una bizarra imaginería de ciencia ficción, y un exotismo grotesco, que a veces roza la plástica de Frida Khalo.   

Otro país pródigo en animaciones que son auténticas búsquedas artísticas es Checoslovaquia. Un cineasta capital es Jirí Trnka. Sus adaptaciones de autores como H.C. Andersen o Chejov, como El ruiseñor del emperador o El cuento del violoncelo (1949), encandilan con su sombría ternura e ingenuidad. Su estilo marcó escuela, y entre sus continuadores se encuentran Jirí Barta y Jan Svankmajer. Este último, desde los años sesenta, ha ido configurando un universo propio, que tiene entre sus picos expresivos a Alice (1988), un largometraje de arrebatos surrealistas que adapta el cuento clásico de Lewis Carroll, y combina actores reales con animación stop-motion; creando un mundo enigmático e insólito de calcetines parlantes, camas aladas y un muñeco de conejo que cobra vida y come su propio aserrín. Hay en el filme una alucinación infantil, pero que se torna siniestra e inquietante. Svankmajer es una de las grandes influencias en el cine de Tim Burton.    

Una figura esencial de la animación es el pintor y dibujante escocés Norman McLaren, quien hizo gran parte de su obra en Canadá. Una de sus cintas más conocidas es el corto Neighbours (1952), que aplica la técnica de pixiliación con imágenes de actores reales para ironizar sobre las relaciones humanas. Posee una estética visionaria, que auguraba la apariencia y la dinámica de los videojuegos, con esos personajes de saltos mecánicos, de golpes y movimientos acelerados, de apariencia computarizada. Sólo vemos dos personajes peleándose por un territorio, y parecieran estar manejados por joysticks de nintendo. Al ver un largo como Corpus Callosum (2002) de Michael Snow, una cinta de llena de referencias tecnológicas, uno puede darse cuenta de la interminable influencia de McLaren.