viernes, 16 de mayo de 2014

El adiós al Gran Hotel Budapest (en la cartelera)



La última película de Wes Anderson entra a su última semana en cartelera, y es tal vez hasta ahora lo mejor que podemos encontrar en salas limeñas. Aquí una crítica.



El personaje de Gustave (Ralph Fiennes) es un cuerpo poseído por el espíritu de Wes Anderson. Al igual que el director de Mundo acuático, el conserje del gran Hotel Budapest es un amante de la literatura y el arte: recita de memoria los versos de sus autores favoritos, sabe apreciar los valores estéticos de una pintura, y, sobre todo, es un sujeto de obsesiones manieristas, hasta el punto de apreciar el talento para el dibujo de un delincuente, que esboza un mapa para escapar de la cárcel. 

Pero si hay algo más por descubrir en el vínculo espiritista que existe entre Gustave y Anderson es un gusto por lo viejo. El curioso personaje del hotel tiene una fijación por las mujeres ancianas, del mismo modo en que el realizador norteamericano compone los escenarios, viste a sus personajes, y los coloca como al interior de una antigua casa de muñecas, de vistosos colores pastel. Así, Wes da rienda suelta, por medio de elegantes travellings, a su fetichismo por lo anticuado.     



Si en otros pasajes del cine de Anderson, su apego por lo vintage se siente a través de una estilización vacía y camp, en El Gran Hotel Budapest adquiere una entrañable riqueza expresiva. Porque ésta es justamente una película sobre la añoranza, el recuerdo, la nostalgia. En esa dimensión es que entra a jugar su narrativa discontinua, no lineal, de numerosos flashbacks en los que el personaje de Moustafa (F. Murray Abraham), ex botones al servicio de Gustave, expresa su amor por el pasado, del que no se quiere desligar.

Moustafa se mimetiza con Gustave y con el propio director, solo quiere vivir el ayer. Por eso, en diversas secuencias, El Gran Hotel Budapest apela a recursos antiguos del cine, como el iris o la textura de una vieja y rayada película en blanco y negro. Pero Wes Anderson, además, convierte su película en un artefacto de lúdicas referencias cinéfilas. La escena de la persecución en esquí parece salida de su cinta animada El fantástico Señor Fox, mientras que la inclusión de los actores Harvey Keitel y Willem Dafoe posee un encanto paródico. El primero es una versión exagerada de otros personajes ásperos o rudos que ha interpretado anteriormente, en cintas como Perros del depósito de Tarantino o El Teniente Corrupto de Ferrara; el segundo, es la conversión del Nosferatu de Herzog en un sicario de historieta.

Asimismo, el cineasta norteamericano, siguiendo el estilo de Los excéntricos Tenenbaum, divide la película en capítulos. Así, desarrolla una construcción en abismo en la que se incluyen las imágenes de la lectora de una novela, posteriormente encuadres del escritor de dicho libro contando su historia, y en seguida visiones del mismo literato pero más joven, como parte de la representación audiovisual de lo que rememora y plasma en sus páginas. La estructura de muñecas rusas (matrioskas) con la que se compone el largometraje revela el poder común que tienen la literatura y el cine para registrar la memoria, pero sobre todo para reinventarla. Recordar a partir de escuchar o leer relatos es dar vida a una nueva obra, que vive en nuestra imaginación. En ese sentido, El Gran Hotel Budapest exhibe de qué manera fantaseó Wes Anderson con las narraciones de Stefan Zweig que inspiraron su cinta: como un lector apasionado por crear máquinas cinematográficas para viajar en el tiempo. 

martes, 13 de mayo de 2014

¿A los 40 o hasta el 100?


Es muy saludable para el cine peruano que sigan apareciendo grandes éxitos de taquilla después del boom de Asu Mare. Las eficaces estrategias publicitarias y de mercadeo, así como la inclusión de actores populares y carismáticos, que conforman una suerte de star-system local, explican ese fenómeno. Sin embargo, el caso de A los 40 me recuerda hasta cierto punto esos problemas de "estándares" que noto cuando veo largometrajes de animación peruanos como Piratas en el Callao o El delfín, que son débiles sombras de películas creadas por Pixar o Dreamworks Animation.

El título de la exitosa película de Bruno Ascenzo hace pensar que estamos ante una versión local de algunas de esas comedias sobre el paso de la edad, la añoranza y una nueva actitud ante la vida dirigidas por Judd Apatow. Lo que sucede tanto en sus películas como en algunas comedias norteamericanas de realizadores como Kevin Smith o Todd Phillips, es que estamos ante personajes llenos de matices, diálogos ingeniosos y un humor libre, en ocasiones hasta vulgar y desfachatado.

Pero A los 40, una película sobre "cuarentones" reunidos en un colegio y enfrentados a una serie de problemas con su presente y su pasado, está más próxima al humor televisivo peruano, aunque de un modo decepcionante. Lo que vemos es una acumulación de escenas en las cuales los actores lucen movimientos corporales que recuerdan su paso por programas estilo "Pataclaun" (lo cual se evidencia bastante en la secuencia en que cantan el popurrí de Juan Gabriel, al estilo del trío mexicano Pandora), pero sin que esos actos se vean hilvanados de modo coherente con la narración. Es decir, vemos una suma de varios personajes con conflictos que no pueden ser lo suficientemente desarrollados en la hora y media que dura la película, y que se resuelven de manera abrupta, rápida y forzada. Por ello, la presencia de dichos personajes, al ser tan vaga e insustancial, lo único que hace notar es la mueca enfática y pretendidamente humorística.

Eso es aún más visible en los casos de Carlos Carlín y Wendy Ramos, que lucen como marionetas burdas, de trazo tosco, haciendo extrañar las encarnaciones que realizaran hace varios años en series de TV locales, en las cuales la interpretación clownesca lograba radiografiar de manera provocadora muchas de las características de la sociedad peruana. En ese sentido, es que volvemos al problema de los "estándares". A los 40 también adolece en general de buenos diálogos, que apenas se reducen a algunos chistes simplones (como el de la "salchicha" en la escena en que aparece Andrés Wiese semidesnudo) o al humor más colegial que cinematográfico en boca del personaje de Johanna San Miguel, quien responde con expresiones del tipo "me importa tres pingas" o "tu mamá en cuatro".

El final resulta todavía más irritante. Hay un lado pacato, digno de una tía pituca del Opus Dei, en A los 40, tanto en las dudas de uno de los personajes para asumir frontalmente su lesbianismo como en su visión "horrorizada" de las relaciones "transgeneracionales", en las que una mujer puede ser mucho mayor que su pareja masculina. La escena de los coloridos aviones de papel lanzados en la playa, entre otras, peca de cursi y melosa. No obstante, si hay algo que rescatar en este largometraje es la participación de Carlos Alcántara en aquellas secuencias en que aparece drogado, acumulando gags y expresiones verbales realmente jocosos, en los que parece una mutación de los personajes high de viejas cintas de propaganda como Reefer Madness de Louis Gasnier y de comedias contemporáneas que "homenajean" a la marihuana, como Pineapple Express de David Gordon Green.

A medida que se suban los "estándares" del cine comercial peruano, creo que los resultados económicos podrían llegar a ser aún más asombrosos, hasta "internacionales".