Las dos películas estuvieron
entre lo más destacado de la competencia de ficción que tuvo la última edición
del Festival de Lima. La jaula de oro
se aproxima, como ya lo hizo hace varias décadas Luis Buñuel con su clásico
mexicano Los olvidados, a niños que
viven en medio de la miseria y la injusticia más implacables. Tres menores de
edad, una que cubre su femineidad con una apariencia masculina, otro de
actitudes impulsivas y rudas, y uno de raíces indígenas, que habla una lengua
incomprensible para sus compañeros, inician un viaje para cruzar la frontera
con Estados Unidos.
En la opera prima de Diego Quemada-Díez,
aquellos personajes conforman un triángulo amoroso que, sin embargo, a la vez les
hace posible la sobrevivencia, ante los actos abusivos de la policía o de
grupos delincuenciales. Los encuadres se movilizan con un leve temblor y sigue
a los tres niños como si estructuraran la mirada de otro personaje más, que los
acompaña con afecto. Las imágenes fluyen espontáneamente y sin mayores acentos
fotográficos o sonoros, concentrándonos en la relación maternal que establece
la niña con los dos muchachos. Ella trata de mantenerlos juntos para lograr el
sueño americano, a pesar de los celos que se apoderan de ellos por desearla.
Lo mejor de la película
son las interpretaciones (a pesar que los actores no son profesionales) y los
vínculos que se establecen entre los personajes. La niña no comprende las
palabras que emplea su amigo indígena, sin embargo hay una comunicación tierna entre
ambos, en la que interfiere el otro amigo, quien emplea incluso la violencia
para interrumpirla. No obstante, ella mantiene el control. Una vez que se desvanece
la figura de la menor de edad, los vínculos emocionales de los dos chicos, sorpresivamente,
se vuelven entrañables. Por eso, al final de un viaje emocionante y trágico, se
ve a uno de los personajes trabajando en una carnicería y, finalmente, mirando
el cielo, como viendo entre la noche los rastros de sus compañeros. Es una
secuencia conmovedora, que transita de la crudeza a la nostalgia. La jaula de oro es la descarnada historia
sobre una amistad que sueña con una fantasía migratoria, mientras deambula por
el infierno.
Heli,
por su parte, muestra ese “cine de la crueldad” que pudimos hallar en trabajos
anteriores de Amat Escalante, aunque con una puesta en tensión de dos mundos
contrapuestos, que terminan confundiéndose. Por un lado, está el mundo
doméstico en el que vive un personaje llamado justamente Heli, quien vive con
su familia, que incluye una hermana púber que recibe a su novio en un cuarto de
decoración infantil. Dicha pareja, por su parte, viene de otro mundo, uno
disciplinado y policial, en el que se entrena y da a su cuerpo movimientos
maquinales y perfectos, como los personajes militares de Full metal jacket de Kubrick o Beau
travail de Denis.
Uno es el mundo de la
familia y la inocencia, el otro es el de la ley y el orden. Pero lo que va
narrando a continuación la cinta es cómo el segundo mundo contamina al primero,
a pesar que es el creado para defenderlo: el novio de la niña tiene contactos
con el narcotráfico, y, de pronto, los seres queridos de Heli son atacados salvajemente
por unos tipos vestidos como agentes policiales, que en realidad son emisarios de
un grupo dedicado al negocio de la droga.
Es cierto que la resolución
de aquella secuencia roza el ridículo, con los “policías” ingresando al
domicilio de forma tan aparatosa que incluso le quiebran el cuello al perrito
de la niña, representados así como villanos de maldad caricaturesca. Sin
embargo, la película le da después un mayor sentido a la violencia que grafica.
La niña es secuestrada y vemos que su novio y Heli son torturados en frente de
niños que juegan playstation, y que
incluso aprovechan para grabar con sus celulares la sesión de golpes y
quemaduras a la que someten a dichos personajes.
Heli
es
una narración salvaje sobre la pérdida de la inocencia. Pero no sólo sobre la
inocencia infantil, ante la familiaridad del horror, sino también sobre aquella
del hombre común y corriente que cree en las instituciones. El protagonista
sobrevive a las vejaciones de las que fue objeto, y en medio de la búsqueda de
su hermana, la amenaza del mal infecta las imágenes cotidianas. La secuencia de
torturas nos coloca ante la posibilidad de que el mal nuevamente aparezca, o empiece
a aflorar retorcidamente: entre los juegos mecánicos de feria, o en las luces
automovilísticas, que se reflejan en las lunas del vehículo de una detective
policial. Ésta, le enseña a Heli sus senos de dimensiones casi monstruosas,
pidiendo favores sexuales a cambio de hallar a su hermana. La investigadora le
pide que bese sus pechos, como emulando un rol materno, y es que el mal en la
película es un virus que se aloja en las figuras protectoras.
Por ello, el personaje
principal de la cinta descubre que sólo le queda ser parte del mal para encontrar
justicia. Por venganza, se mancha las manos de sangre, y mira el cielo estrellado,
como sintiéndose Dios. Finalmente, va donde su pareja, le arranca la ropa y la
folla en acto catártico, mientras su hermana menor, ya de regreso y muda por
los abusos sufridos, escucha los gemidos de una adultez que ya aprendió a envilecerse.
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