viernes, 28 de noviembre de 2014

El humor según Chespirito



Shakespeare. Shakespeareito. Chespirito. En base a este diminutivo castellanizado del apellido perteneciente al clásico escritor inglés, surgió el apodo que el director de cine Agustí­n P. Delgado le pusiera al un poco tí­mido y retraí­do Roberto Gómez Bolaños, refiriéndose tanto a su audaz inventiva como a su estatura de 1.60 m. Quien se hiciera famoso por crear booms que desde los años 70 se programan casi sin interrupción en prácticamente todo el mundo, nació en 1929, en Méjico Federal. Si bien Chespirito estudió Ingenierí­a, nunca la ejerció, dedicándose a la creatividad publicitaria cuando sólo tení­a 22. En los años cincuenta empezó a escribir infinidad de guiones para radio, televisión y cine. A tal grado llegó pronto el éxito de su pluma, que entre 1960 y 1965 los dos programas con mayor rating de la televisión azteca, “Estudio de Pedro Vargas” y “Cómicos y Canciones”, eran escritos por él.

Así­ fue que en 1970 surge la serie “Chespirito”, la cual tuvo dos sketches que posteriormente tuvieron espacios propios: “El Chapulí­n Colorado” y “El Chavo del Ocho”. Ya para 1973 estos programas se vieron en casi toda Latinoamérica y muchí­simas otras partes del globo. Dos años después, las series de Gómez Bolaños tení­an en Méjico un rating que oscilaba entre 55 y 60 puntos.
¿Cuáles son las claves del interminable éxito de las series creadas por el intérprete del héroe de las antenitas de vinil?

En sus programas hay una suerte de armoní­a perfecta entre los diálogos repetitivos o de contenido ingeniosamente torpe y un excelente manejo del “slapstick”, aquel tipo de comedia basado en golpes y porrazos, claramente inspirado en la obra cinematográfica de Charles Chaplin y la serie “El gordo y el flaco”, aunque con un estilo originalmente delineado que hace de los gestos de sus personajes tan fácilmente reconocibles.

Pero en sus series más famosas hay un rico trasfondo que les da atributos únicos. En esencia, “El Chavo del Ocho” es una visión irónica y sarcástica, en clave de caricatura, de muchos estereotipos que representan a las clases pobres tercermundistas; ahí­ se verá como en el reflejo de un espejo deformador a los morosos (Don Ramón), los pobretones con í­nfulas de sangre azul (Doña Florinda) o los niños que ni siquiera saben quién descubrió América (la inigualable clase del Profesor Jirafales), a través de personajes que sin excepción se ven inmersos en familias incompletas (en ninguna se completa la trí­ada "padre, madre e hijo"), tal como sucede en cualquier sociedad aquejada por la pobreza.

Y es que el arte de Chespirito también es precursor del humor posmoderno, aquel que aborda con mordacidad la miseria de la realidad. El Chapulí­n Colorado también forma parte de esa mirada visionaria, siendo ese antihéroe “menso” que siempre se le “chispotea” claramente precursor de tantos Austin Powers y Jhonnys Bravos que poblaron las pantallas grande y chica. Gómez Bolaños tiene una definición particular de su personaje rojiamarillo: “Cervantes escribió El Quijote como una crí­tica a las novelas de caballerí­a y, salvando las distancias, yo hice el Chapulí­n como el antihéroe latinoamericano en repuesta a los Batmanes y Supermanes que nos invadí­an desde el norte”.

Es por todas estas razones que Gómez Bolaños y sus personajes son iconos de nuestra cultura latina. Son alrededor de 350 millones de espectadores por semana los que tiene “El Chavo del Ocho” en el mundo y sin distinción de lengua. Incluso es innumerable la cantidad de veces en que aquel personaje mejicano conocido como “Bumblebee Guy”, abiertamente inspirado en El Chapulí­n Colorado, aparece como protagonista de un programa que entretiene a Homero y su familia en “Los Simpson”. Como bien lo indica Chespirito: “En Perú me consideran el comediante más importante de América latina en el milenio. Y lo creo”.

Las otras artes

Independientemente o no del mundo de la televisión, Chespirito también se ha dedicado a otras actividades, que van desde el dibujo y la pintura hasta el cine, la música, el teatro y la poesí­a. A comienzos de los 90 montó la obra “11 y 12″, que además de ser un éxito de crí­tica fue presentada en la capital mejicana durante 7 años consecutivos.

Por otro lado, las composiciones musicales que hizo Gómez Bolaños para sus series más famosas fueron objeto de homenaje por parte del famoso cuarteto de cuerdas norteamericano Kronos Quartet, quienes después de ser ví­ctimas de las más inolvidables carcajadas al ver la traducción al inglés de las series de Chespirito, compusieron una pieza titulada “Chavosuite” para su álbum “Nuevo”, con temas como “Qué bonita vecindad” o el popular arreglo de “Las ruinas de Atenas” de Beethoven, que fuera utilizado como tema principal de la serie “El Chavo del Ocho”.

* Texto originalmente publicado en el suplemento "El dominical" del diario "El Comercio"

domingo, 2 de noviembre de 2014

Sobre "Luz Silenciosa" y el estilo trascendental


El tercer largometraje de Carlos Reygadas representa una colectividad menonita, caracterizada por su profunda y singular fe cristiana, en una localidad de México. En medio de su cotidianeidad, apreciamos la vida de Johan, quien tiene una familia conformada por Esther, su esposa, y varios hijos. El personaje soporta un gran dolor por estar intensamente enamorado de otra mujer, Marianne, contradiciendo así los mandatos religiosos de su comunidad.

La puesta en escena de Luz silenciosa (Stellet licht, 2007) posee un rigor evidentemente sustentado en aquello que Paul Schrader denominaba el estilo trascendental. Para el director y crítico de cine norteamericano, aquel estilo consiste en la revelación o expresión de lo Sagrado o lo Santo, aunque bajo una estructura basada en tres fases que no necesariamente cumplen todas las películas que tocan temas religiosos o afines: lo cotidiano, la disparidad y la estasis.

I. LO COTIDIANO
Lo cotidiano se basa en plasmar minuciosamente en la pantalla los momentos banales o tediosos de la vida. El empleo de un ritmo lento y del silencio son algunas de sus características. No obstante, aquellos rasgos se justifican por prepararnos a la súbita llegada de un hecho increíble, difícil de explicar o hasta milagroso. Luz silenciosa representa lo cotidiano sobre todo en sus primeras secuencias: la cena inicial en la casa de Johan, el baño de sus hijos en el estanque, entre otras, fluyen a través de encuadres que se dilatan sosegadamente y que ante todo representan la dimensión más trivial de la existencia de sus personajes. No obstante, todo ello hará que la escena más sorpresiva del filme nos impacte con una mayor potencia: la resurrección de Esther, que ocurre en la película de pronto, sin explicación alguna.

La primera fase del estilo trascendental en la cinta también deja entrever, en su propia esencia visual, cómo es el día a día de Johan, el protagonista. La presentación de este personaje en el comedor de su casa, mientras reza con su familia, se da a través de una composición absolutamente simétrica. Aquel hecho es reemplazado varios minutos después por su inconsolable llanto, cuando se queda solo en la mesa. En ese sentido, la rigidez de la composición visual es también una rigidez religiosa, aquella que le prohíbe sentir amor por una mujer que no sea su esposa, de la misma forma en que lo obliga a repetir mecánica y diariamente una oración antes de cada comida.

II. LA DISPARIDAD
A pesar de que lo cotidiano en el cine apela a lo rutinario y previsible, poco a poco puede dar señales de que algo desconocido o misterioso vive a través del medio ambiente. Las escenas de exteriores se presentan a través de hermosas vistas panorámicas de paisajes naturales, que acompañan a sus personajes realizando diversas actividades. Sin embargo, la cohesión compositiva que caracteriza a la representación del ser humano y su entorno evade cualquier afán esteticista, porque lo que pretende es comunicarnos la unión que se trasluce entre ambos elementos, sugerir de manera progresiva que en el fondo el hombre y la naturaleza están enlazados como un solo ente, como unidad.

No es casual que se incluyan secuencias en que lo artificial (creado por el ser humano) y lo natural conviven armónicamente: aquella en que Esther corta espigas con la máquina segadora, o esa otra en que los padres de Johan extraen la leche de las vacas con procesos tecnológicos.

Esas señales enigmáticas tienen que ver con la segunda fase del estilo trascendental: la disparidad. Para Schrader, consiste en la sospecha que tiene el espectador de que quizá exista algo más allá de la vida cotidiana, algo sobrenatural. Otro de los momentos de la película que forma parte de este trayecto del estilo trascendental, y que también plantea una intrigante relación de lo humano y lo natural, es aquel en que Johan, después de haber tenido relaciones íntimas con Marianne, ve una hoja de cedro rojo caer desde el techo de la habitación sin que se sepamos el porqué.

La disparidad en el estilo trascendental se cierra con la acción decisiva, descrita por Schrader como “una explosión de emoción espiritual totalmente inexplicable dentro del contexto de ‘lo cotidiano’… Hecho increíble que ocurre dentro de la realidad banal y que debe ser entendido con fe”. Como en La palabra (Ordet) de Carl T. Dreyer, cinta a la que Luz Silenciosa homenajea en su clímax, el filme exige que aceptemos, sin que nuestra razón interceda, la resurrección de una mujer. Una de las virtudes mayores de la cinta de Reygadas es citar una de las más fabulosas escenas de la historia del cine sin hacer el ridículo. El mexicano, como en Japón y Batalla en el cielo, demuestra una maestría a la hora de confeccionar atmósferas místicas, que sugieren lo inaccesible, lo inefable, lo inalcanzable: la trascendencia. Los cánticos funerales en el velatorio de Esther, así como la limpieza ritual de su cadáver, hacen de la disparidad de Luz Silenciosa un modo de hacer sentir lo inmaterial, de percibir una vibración sacrosanta. Todo ello nos conmueve en tanto nos hace captar aquella energía divina que realizará lo imposible.


La disparidad se basa también en un sufrimiento profundo que se da en medio del conflicto del hombre con un entorno gélido, falto de emociones. Johan y Marianne, tal como se nota en su escena sexual, se encuentran afectados por una pena insondable y a la vez unidos por un amor de espíritu adolescente (recordemos el intenso beso de ambos en el monte, que recuerda uno de los apasionados ósculos de Gertrud de Dreyer), que entra en conflicto con el orden que les impone su comunidad, implícito en los diálogos que Johan tiene con su padre. Sus actos de infidelidad, en palabras de este último, son “obra del maligno”.