jueves, 23 de enero de 2014

La violencia y la fe: El cine de Martin Scorsese



Este es un texto sobre la violencia, la religión y la infuencia del cine de Martin Scorsese, que publiqué hace un par de años en "El dominical" del diario "El comercio".

Martin Scorsese, junto con directores como Allen, Coppola o De Palma, perteneció al “Nuevo Hollywood”. Fue un movimiento surgido a fines de los años sesenta, que renovó los modos de producción y realización que caracterizaron a los grandes estudios norteamericanos en años anteriores.

Uno de los primeros clásicos de este cineasta de ascendencia italiana, Calles peligrosas (Mean streets,1973), exhibe varios de los rasgos de las películas del “Nuevo Hollywood” y del estilo que lo ha convertido en el director legendario que ahora es. Es una cinta que revisa la tradición del cine norteamericano, mostrando a un protagonista (interpretado por Harvey Keitel) que, como muchos personajes del cine negro, vive tormentos psicológicos. Oscila entre sus vínculos con la mafia y su fe religiosa. Los personajes del filme recuerdan esa gestualidad brusca, esa violencia física, esas reacciones toscas, que vemos en el cine de Elia Kazan.

Sin embargo, Scorsese logró con Calles peligrosas, al igual que muchos de sus contemporáneos del “Nuevo Hollywood” con sus propias películas, plasmar su gusto por el neorrealismo italiano y la nueva ola francesa. Algunas de las escenas de la cinta se desarrollan en ambientes y actividades reales, como las imágenes de la luminosa y musical celebración de San Gennaro. Ciertos personajes, a pesar de su dimensión criminal, tienen un aire infantil, como ocurre con muchos de los que habitan los filmes de François Truffaut.

EN LA MARGINALIDAD
Uno de los hitos de Scorsese es Taxi driver (1976), una película sobre un ex soldado de Vietnam con alteraciones mentales (soberbiamente interpretado por Robert De Niro), que labora como taxista en las calles sórdidas y decadentes de Nueva York. La cinta es una muestra de la capacidad de Scorsese para crear personajes tan fuertes y memorables, que a pesar de vivir más allá de la ley, nos resultan carismáticos y entrañables.

Quentin Tarantino, un fan confeso de Taxi driver, revela en su obra una influencia del cine de Scorsese, por convertir en seres simpáticos a personajes abyectos y homicidas; pero también por su violencia gráfica, explícita, gore. Taxi driver, mucho antes que películas como Perros del depósito oTiempos violentos, tomó esa estética propia de las cintas de explotación, bañadas con chorros de sangre, para transformarla en marca de estilo de un cine muy personal.

A pesar de ese costado áspero que caracteriza al cine de Martin, fluye en muchas de sus películas una energía espiritual. Toro salvaje (Raging bull, 1981), para muchos su obra mayor, muestra a un boxeador (encarnado de forma nuevamente genial por De Niro) invadido por una fuerza bruta pero a la vez masoquista. En las calles y en su casa se porta de forma ruda, como un mal hombre; sin embargo, en el ring, los encuadres en blanco y negro esculpen su cuerpo de forma crística. Es expuesto como en una vía crucis, padeciendo, a través de ceremoniosos ralentíes, golpes salvajes, hasta el extremo de la sumisión. Scorsese nos dice con sus imágenes lo que piensa: el dolor es una forma de alcanzar la salvación por nuestros pecados.


SCORSESE EN EL ESPEJO
Muchas de las grandes películas de Scorsese tratan justamente sobre la culpa y la redención. Y la forma en que el realizador trata esos temas ha dejado una impronta en cineastas posteriores. Cuando vemos al personaje de Dirk Diggler (Mark Whalberg) mirándose al espejo, y esperando una segunda oportunidad de vida, en la secuencia final de Boogie Nights (1997), la excelente película de Paul Thomas Anderson, lo que hallamos es un calco de la secuencia final de Toro salvaje, lo que a la vez es un homenaje.

En los noventa, Scorsese siguió realizando grandes filmes. Buenos muchachos (Goodfellas, 1990) trasluce su talento para realizar un montaje ágil y seguir a sus personajes con travellings potentes; pero también para musicalizar a gangsters violentos y encantadores.

Su legado, por supuesto, se siente más allá de Estados Unidos. La manera en que Josué Méndez retrata a un ex combatiente de las fuerzas armadas del Perú en Días de Santiago (2004), nos trae a la memoria el protagonista de Taxi driver.

Por cierto, en la escena en que Vincent Cassel se mira al espejo en la película francesa El odio (La haine, 1995) de Mathieu Kassovitz, repite la frase más conocida de Taxi driver, salida de la boca del personaje de De Niro: “You talkin' to me?”. Qué curioso. Cuando los cineastas usan a sus personajes para verse en el espejo, encuentran el reflejo de Scorsese.




lunes, 13 de enero de 2014

Las criaturas de "El Hobbit: la desolación de Smaug"



Comparativamente, es cierto que las dos primeras películas de la saga "El Hobbit" no son más que remedos inferiores del mundo aventurero y encantado que Peter Jackson creó en su trilogía de "El señor de los anillos". Además, sus "nuevos" personajes principales no resultan tan carismáticos como los que animaban aquellas largometrajes que le valieron al realizador neozelandés numerosas estatuillas del Oscar.

Uno sentía que "Un viaje inesperado", la primera parte de la nueva saga tolkeniana de Jackson, se alargaba con diálogos sosos y una narración poco convincente. Si bien "La desolación de Smaug" no es ni la sombra de la versión cinematográfica de "El señor de los anillos", tampoco es una mala película, posee algunas buenas secuencias (Legolas saltando de la cabeza de un enano a otra para vencer a orcos, o aquella en que los compañeros de aventura de Bilbo Baggins aparecen entre pescados, saliendo de barriles, como extraídos cómicamente de una slapstick) y muestra el talento del director para hacer que criaturas de fantasía cobren una singular vida.

Los seres zoomorfos de la última cinta del realizador son de antología porque hay algo en ellos que los hace rudos, salvajes, pero a la vez aniñados. Son como el mastodóntico gorila que Jackson creó en "King Kong" (2005), capaz de destruir edificios y a la vez amar como un chico bobo.  Cuando Bilbo se hace invisible con el anillo mientras ve a sus amigos capturados por arañas, que se desplazan como aquellos arácnidos que aparecían justamente en una famosa secuencia de la versión original de "King Kong" de 1933, uno las escucha hablar como si fueran chicos rebeldes que estuvieran a punto de jugar cruelmente con insectos.



Del mismo modo, el personaje de Beorn emerge entre los bosques a la manera de un oso inmenso, de pelaje oscuro y fauces de terror, pero al convertirse en un corpulento hombre de voz ronca, acaricia casi con ternura un pequeño ratón blanco. Lo mismo ocurre con Smaug, el gigantesco dragón al que Bilbo trata de persuadir para llevarse un objeto preciado. A pesar de su anatomía majestuosa y extraordinaria, y de sus malévolas expresiones faciales, se deja engatusar como un niño narciso, al cual se le habla de sus temibles atributos.

Quizá parte del encanto que tienen las criaturas de "La desolación de Smaug" nace de la participación de Guillermo del Toro en el guion de la película. El mexicano siempre ha mostrado en su cine la habilidad de construir simpáticos y monstruosos personajes secundarios, como el anfibio Abe Sapien de "Hellboy".


Los horripilantes y fornidos orcos de "El hobbit" en realidad no se distinguen mucho de los que aparecían en "El señor de los anillos". No obstante, siempre he preferido otras criaturas villanas del cine del neozelandés, como los alienígenas de "Bad Taste" o los zombis de "Braindead", envueltos en gags tan jocosos como viscerales. 

De cualquier modo, el final abierto de "La desolación de Smaug", con el dragón volando con un baño dorado entre las nubes, es una de las imágenes más hermosas del cine de Peter Jackson, dueño de uno de los mejores bestiarios del cine contemporáneo.

martes, 7 de enero de 2014

Los anillos del Señor Jackson

Hace pocos años publiqué en "El Dominical" del diario "El comercio" este texto sobre la trilogía cinematográfica de "El señor de los anillos" de Peter Jackson. Lo posteo a propósito del estreno reciente  de la segunda película basada en la novela "El hobbit" de J.R.R. Tolkien




Blubberhead. La historia sobre una ciudad medieval alborotada por gnomos, enanos y dragones. Esa es la película que allá por los noventa, el cineasta neozelandés Peter Jackson soñaba realizar. Quién sabe si algún día lo logrará. Tal vez sea un proyecto que ya ni le importe. Ni a él ni a nadie. Sobre todo porque, a cambio, le dieron la oportunidad de dirigir, entre los años 1999 y 2000, la adaptación de un mundo muy similar pero universalmente reconocido: la trilogía clásica de J.R.R. Tolkien.

La saga de Jackson, conformada por “La comunidad del anillo”, “Las dos torres” y “El retorno del rey”, ha recaudado más de 3.000 millones de dólares alrededor del mundo. Dos de ellas se ubican en el top 20 de las películas más taquilleras de la historia. Asimismo, obtuvieron 17 Oscars, de los cuales 11 fueron ganados por la tercera parte de la saga, lo que la convierte, junto con “Ben-Hur” y “Titanic”, en el filme que más premios de la Academia ha obtenido hasta la fecha.

Fórmula mágica

Cierto. La exitosa fórmula de la trilogía de Jackson es la misma que tuvo la saga original de “La guerra de las galaxias” de George Lucas entre los años setenta y los ochenta: explotar al máximo los avances tecnológicos en cuanto a efectos especiales para contar una historia tejida con esos valores míticos y ancestrales que encandilan al ser humano por siglos. Al igual que La Biblia y relatos orales de larga data, “La guerra de las galaxias” y “El señor de los anillos” muestran la oposición de mundos de luz y sombra, la lucha entre el bien y el mal, la tentación del poder, seres dispuestos a sacrificar la vida por su prójimo.


De cualquier forma, la saga muestra otra dimensión del talento de Jackson, ya reconocido en cintas de humor delirante y escatológico como “Braindead” (1992), en esa cruda película de adolescentes que deambulan entre la fantasía y el crimen llamada “Criaturas celestiales” (1994) o en un filme posterior y entrañable como “King Kong” (2005).



Caballeros y orcos

La saga del neozelandés plasma fabulosas secuencia de batalla, con encuadres abiertos, de agitación aérea, que descienden con temblor hacia la confrontación de caballeros y orcos, delineándola con una mirada visceral, apocalíptica, de estruendo. Además, la saga cinematográfica representa imágenes nocturnas de bosques y pantanos con una rara belleza. Son imágenes de una tenebrosa exuberancia, que brotan como una visión poética, lúgubre y encantada, inquietante y surreal. Los personajes pueden ser maniqueos, pero están diseñados, a través de sus diálogos, sus gestos, su andar, con un carisma romántico. De toda esa galería de héroes y villanos que recorre la saga, el Gollum, esa criatura enjuta, de complexión casi cadavérica, de testa exagerada, de ojos pérfidos y a la vez miedosos, que aparentan sumisión pero respiran codicia, se convirtió en uno de los personajes cinematográficos más populares de la década que acaba de pasar.

Más allá de uno u otro defecto, como la dilatación excesiva de algunas secuencias (como por ejemplo el epílogo de “El retorno del rey”), la saga cinematográfica de “El señor de los anillos” es una muestra de que el cine taquillero y de gran presupuesto no necesariamente se divorcia de una sensibilidad auténtica y personal.