La última película de Wes Anderson entra a su última semana en cartelera, y es tal vez hasta ahora lo mejor que podemos encontrar en salas limeñas. Aquí una crítica.
El personaje de Gustave
(Ralph Fiennes) es un cuerpo poseído por el espíritu de Wes Anderson. Al igual
que el director de Mundo acuático, el
conserje del gran Hotel Budapest es un amante de la literatura y el arte: recita
de memoria los versos de sus autores favoritos, sabe apreciar los valores
estéticos de una pintura, y, sobre todo, es un sujeto de obsesiones manieristas,
hasta el punto de apreciar el talento para el dibujo de un delincuente, que
esboza un mapa para escapar de la cárcel.
Pero si hay algo más
por descubrir en el vínculo espiritista que existe entre Gustave y Anderson es un
gusto por lo viejo. El curioso personaje del hotel tiene una fijación por las mujeres
ancianas, del mismo modo en que el realizador norteamericano compone los escenarios,
viste a sus personajes, y los coloca como al interior de una antigua casa de
muñecas, de vistosos colores pastel. Así, Wes da rienda suelta, por medio de
elegantes travellings, a su
fetichismo por lo anticuado.
Si en otros pasajes del
cine de Anderson, su apego por lo vintage
se siente a través de una estilización vacía y camp, en El Gran Hotel
Budapest adquiere una entrañable riqueza expresiva. Porque ésta es
justamente una película sobre la añoranza, el recuerdo, la nostalgia. En esa
dimensión es que entra a jugar su narrativa discontinua, no lineal, de
numerosos flashbacks en los que el
personaje de Moustafa (F. Murray Abraham), ex botones al servicio de Gustave, expresa
su amor por el pasado, del que no se quiere desligar.
Moustafa se mimetiza
con Gustave y con el propio director, solo quiere vivir el ayer. Por eso, en
diversas secuencias, El Gran Hotel
Budapest apela a recursos antiguos del cine, como el iris o la textura de
una vieja y rayada película en blanco y negro. Pero Wes Anderson, además, convierte
su película en un artefacto de lúdicas referencias cinéfilas. La escena de la
persecución en esquí parece salida de su cinta animada El fantástico Señor Fox, mientras que la inclusión de los actores
Harvey Keitel y Willem Dafoe posee un encanto paródico. El primero es una
versión exagerada de otros personajes ásperos o rudos que ha interpretado
anteriormente, en cintas como Perros del
depósito de Tarantino o El Teniente Corrupto de Ferrara; el
segundo, es la conversión del Nosferatu de
Herzog en un sicario de historieta.
Asimismo, el cineasta norteamericano,
siguiendo el estilo de Los excéntricos
Tenenbaum, divide la película en capítulos. Así, desarrolla una construcción en abismo en la que se
incluyen las imágenes de la lectora de una novela, posteriormente encuadres del
escritor de dicho libro contando su historia, y en seguida visiones del mismo
literato pero más joven, como parte de la representación audiovisual de lo que
rememora y plasma en sus páginas. La estructura de muñecas rusas (matrioskas) con
la que se compone el largometraje revela
el poder común que tienen la literatura y el cine para registrar la memoria,
pero sobre todo para reinventarla. Recordar a partir de escuchar o leer relatos
es dar vida a una nueva obra, que vive en nuestra imaginación. En ese sentido, El Gran Hotel Budapest exhibe de qué manera
fantaseó Wes Anderson con las narraciones de Stefan Zweig que inspiraron su
cinta: como un lector apasionado por crear máquinas cinematográficas para
viajar en el tiempo.
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