Cuando uno ve La cara del diablo (2014) de Frank Pérez
Garland, siente que es una película extraviada en el tiempo. Su relato de
adolescentes sumergidos en un territorio desconocido y natural, en el que se
enfrentan a fuerzas que arrebatan salvajemente sus vidas, por medio de imágenes
de una descarnada violencia gráfica, nos recuerda aquellas slasher movies de los años ochenta que eran derivados del éxito
comercial de Viernes 13; a su vez,
inspirada en clásicos como Psicosis de
Alfred Hitchcock, Bahía de sangre de
Mario Bava o Halloween de John
Carpenter.
La película peruana, a
pesar que juega con insumos locales y folclóricos, como la figura del Tunche,
un personaje mitológico de la Selva que asume diversas formas y lanza un silbido
de augurios trágicos, no pasa de ser un remedo, casi una clonación, de todos
los clichés de aquellas películas de serial
killers que tuvieron su apogeo hace más de tres décadas. La cara del diablo es una película que
resulta ajena a todo lo ocurrido dentro del género en los años siguientes: los
juegos metalingüísticos de Scream o La cabaña del terror, las resonancias
góticas del J-horror, la estética mockumentary de El proyecto de la bruja de Blair o Actividad Paranormal o la “pornografía” de la tortura de El juego del miedo u Hostal.
Así, lo que vemos
desfilar en la pantalla son aquellas convenciones ya referidas: el grupo de
muchachos cachondos que van de aventura lejos del mundo urbano, el personaje misterioso
y excéntrico que advierte de los peligros a los que se enfrentarán, las escenas
de sexo como preámbulo a la llegada de una muerte brutal, o el surgimiento de
una heroína virgen con los poderes para enfrentarse al mal. Muchos han
criticado en numerosas slasher ochenteras
no sólo sus historias mecánicas y predecibles, sino también sus personajes
simples y básicos. Pero a La cara del
diablo se le pasó la mano, y mucho.
La mayor parte de los
actores de la película parecen no tener idea de a qué clase de personaje encarnan.
Es decir, sus interpretaciones son tan unigestuales, sus diálogos son
pronunciados de forma tan monocorde, su presencia en el campo visual es tan
decorativa (no son más que imágenes arquetípicas del subgénero en cuestión: el
chico fornido y simplón, la joven seductora y de grandes tetas, el amigo
gordito y bufón, etc.), que los personajes parecen brillar casi por su
ausencia. Sin embargo, hay numerosas cintas de terror que a lo largo de la
historia se han convertido en clásicos a pesar de no caracterizarse
precisamente por exhibir grandes actuaciones, como White Zombie de Victor Halperin o Suspiria de Dario Argento. Son filmes que, más allá de esas
falencias, han estado dotados de una atmósfera hechizante, o de una visión alucinada
de la muerte.
¿Pero de qué está
dotada La cara del diablo? Pues de
nada. Es una película sin atmósfera, sin visión, sin alma. Los silbidos del
Tunche no inquietan, el miedo de los personajes se representa en jump cuts efectistas, las muertes se resuelven
de forma mecánica y chapucera (las que se dan en el río nos hacen extrañar
aquellas impresionantes escenas acuáticas que aparecen en Creepshow de George A. Romero), y las secuencias de la madre
exorcizada de la protagonista son postizas y rayan en lo ininteligible. El misterio del Kharisiri y Jarjacha, el demonio del incesto, a
pesar de sus incontables problemas narrativos, tenían algunas escenas logradas;
Cementerio general, siendo el
desastre que es, posee aquella buena secuencia de los colegiales escapando de
una niña, poseída por un espíritu invocado a través de la ouija; El vientre transmite el horror por medio
de un voyerismo que cruza espacios tan anticuados como ominosos. En el cine
peruano de las últimas dos décadas, mal que bien, hay un entusiasmo por el
terror, pero que en realidad no se siente en La cara del diablo. Lo único que se percibe en este largometraje es,
por el contrario, una mercenaria subestimación del género.
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