Tanto Ma Loute de Bruno Dumont como Rester Vertical de Alain Guiraudie son claros exponentes de un "cine del cuerpo", y apuestan por el non-sense, el delirio, aunque con resultados opuestos. En la vertiente cómica y disparatada de P'tit Quinquin, la última entrega de Dumont se ambienta en una zona costera de Francia, durante el verano de 1910, y presenta una serie de personajes estrambóticos, que son mutaciones del slapstick, del teatro del absurdo, de los dibujos animados y la historieta: un par de inspectores que recuerdan al Gordo y el Flaco, con un vestuario como salido del cómic de Tintín pero en un tránsito en el cual parecieran esperar a Godot; unas mujeres de atuendos burgueses que pueden llorar con histeria surreal, tropezarse una y otra vez como en una escena de Buster Keaton (aunque la repetición de aquellas acciones se multiplica de manera obsesiva al estilo de Muriel de Alain Resnais) o levitar; una familia de instinto caníbal que guarda húmedos pedazos de carne fresca en un gran recipiente; o un hombre de movimientos amanerados pero tan deforme como Quasimodo.
Independientemente de las posibles interpretaciones relativas a las diferencias sociales retratadas, lo que más asombra en Ma Loute es cómo Dumont logra ser coherente e hilarante con sus viñetas lunáticas y extravagantes, y de qué manera encarna en su película esa frase atribuida a Gustave Flaubert que dice: "El buen dios está en los detalles". Como deidad, el realizador francés crea en su película un nuevo mundo con reglas únicas y muy claras, en el cual sus creaturas están dibujadas hasta en sus rasgos más mínimos, desde la gordura del inspector reminiscente del Totoro de Hayao Miyazaki, con el exagerado ruido de su cuerpo, hasta los tics corporales del hombre jorobado o los alaridos animales del personaje que da nombre a la película.
Rester vertical guarda profundas semejanzas con el anterior trabajo de Guiraudie, la sobrevalorada El desconocido del lago (2014). Nuevamente estamos ante un protagonista que es un personaje, para decirlo en términos de Gérard Imbert, a la deriva, en constante tránsito, siempre en un no lugar. En su viaje que parece nunca acabar, trata de asentarse no sólo en términos espaciales sino sexuales: busca seducir a un jovencito ofreciéndole un papel en una película, después mantiene un romance con una mujer de campo (producto del cual tienen un hijo) y posteriormente se revela que el padre de dicha chica pues no es tan viril como parece. Por momentos, Rester vertical emplea encuadres abiertos, de escenarios naturales, con un protagonista de aire desdramatizado que parece encontrar en esas tierras campestres un camino mental, que lo llevaría al encuentro de sí mismo. Poco a poco, van apareciendo con más fuerza escenas que se sienten cada vez más postizas: algunas imágenes casi explícitas de sexo y giros arbitrarios y absurdos de guion. Llega un momento en el cual la película se vuelve demasiado camp, los personajes aparecen y desaparecen en la historia como si fueran parte del guion de un principiante, y no sabemos con claridad si el humor es buscado o involuntario.
En cuanto al trabajo del absurdo, Rester vertical palidece ante Ma Loute. Pero, de cualquier modo, hay que reconocerle a la última película de Guiraudie que todas las escenas previas y posteriores a la del titular de periódico que indica que un hombre fue sodomizado después que se le aplicara la eutanasia podrían aparecer sin ningún problema en una antología de las escenas más desopilantes del cine de la nueva década.
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