Este 6 de mayo se cumplen 100 años del nacimiento de uno de los realizadores más influyentes en toda la historia. Aquí una mirada al cine de Orson Welles. Esta es la versión "uncut" del artículo que publicaron ayer en "El dominical" del diario "El comercio"
“El mago es un actor que interpreta el papel de un mago”. Esa es la frase de Houdini que pronuncia Orson Welles mientras realiza actos de ilusionismo ante la mirada embelesada de un niño al inicio de “Fraude” (1973); aquel falso documental en que él, además, se representa a sí mismo como un cineasta que actúa a la manera de un brillante falsificador de obras de arte. Esa secuencia figura la maestría con que el director jugó con el arte del engaño cinematográfico ante los ojos ingenuos del espectador, que vio en su obra un despliegue de recursos narrativos y visuales que anunciaron la modernidad del llamado séptimo arte.
Esa cercanía de Welles con autores del
Renacimiento explica también las raíces de su estilización barroca. En “Ciudadano
Kane” (1941), su compleja y mítica opera prima, Orson multiplica las voces
narrativas, que van construyendo distintas miradas del personaje principal; las
que, además se articulan en una narración no lineal, dotada de numerosos saltos
temporales. Aquellos experimentos no solo anteceden la variedad de perspectivas
que Akira Kurosawa empleó para contar una misma historia en “Rashomon” (1950),
sino también la visión lúdica del tiempo del Quentin Tarantino de “Tiempos
violentos” (1994).
Su primera cinta es de una influencia
inacabable, que abarca tanto a películas de la modernidad como de la
posmodernidad. Eso sin contar que fue un largometraje en el que Welles se rodeó
de gente talentosa como Gregg Toland, director de fotografía que realizó con él
un trabajo innovador de la profundidad de campo. Asimismo, Charles Foster Kane
es el prototipo del personaje que llega a la cumbre del poder y termina
atrapado al interior de un solitario y oscuro castillo emocional. Los protagonistas
que Daniel Day-Lewis y Jesse Eisenberg encarnan en “Petróleo sangriento” (2007)
y “Red social” (2010) se cuentan entre su descendencia.
Por ello, el cineasta se convirtió en el
emblema del autor cinematográfico, del realizador que, como lo hubiera dicho Alexandre
Astruc, emplea la cámara de la misma forma en que el escritor usa la pluma. Los
créditos finales de su segunda película, “Los magníficos Ambersons” (1942), en
los que se escucha la voz del realizador afirmando “Escribí el guión y la
dirigí. Mi nombre es Orson Welles”, son representativos de esa posición ante el
cine.
Welles escribió su visión cinematográfica
alimentándose de las sombras inquietantes del expresionismo alemán. El cineasta
norteamericano oscureció a sus personajes pero para iluminar su interioridad tortuosa.
Su contrastada fotografía revela en el propio cuerpo en pantalla de Orson la
sangre fría de Franz Kindler en El
extranjero (1946), la angustia criminal del Macbeth que interpretó en 1948,
los enfermizos celos de su Otelo de 1952, los turbios secretos del Gregory de
“Mr. Arkadin” (1955) o la corrupta sinuosidad del policía Hank Quinlan en “Sed
de mal” (1957).
Pero si hay otro rasgo que hace singular al
cine de Orson Welles es el desplazamiento de su cámara. Pocas veces un plano
secuencia como el que da inicio a su filme de 1957 ha transmitido una tensión
tan poderosa en toda la historia del cine. Los veloces trávelin que persiguen
al Anthony Perkins de “El proceso” (1962) –adaptación de la obra de Franz
Kafka- logran dar esa mirada del hombre atrapado en una pesadilla laberíntica.
“La dama de Shangái” (1947), uno de los
acercamientos del director al llamado film
noir, nuevamente nos muestra sus trucos de magia. En la secuencia final, el
protagonista ingresa a la “casa de los locos” de un fantasmal parque de
diversiones, con escenarios distorsionados que parecen extraídos de “El
gabinete del Dr. Caligari” (1920) y con espejos (figuras recurrentes en su
cine) que multiplican las visiones de los personajes, como máscaras que ocultan
sus claroscuros morales.
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